Su pintura de paisaje

Amparo Santamarina y la (su) pintura de paisaje.

Vengo siguiendo con atención la trayectoria artística de Amparo Santamarina, quien con renovados procedimientos, materiales y medios técnicos, viene cifrando en el paisaje su eje discursivo pictórico. Atrajeron mi mirada aquellos primeros lienzos sujetos al motivo paisajístico, en absoluto convencionales, en los que la disposición de luces y texturas eliminaba la frágil diferenciación entre “lo natural” y “lo artificial”. Obviamente, su intención no era llevar a cabo una topografía de cariz naturalista, y ni siquiera yacía en ellos el menor propósito representativo de esa naturaleza sobre la que proyectamos nuestra mirada. Una obra que tampoco podía calificarse como síntesis entre la realidad “natural” y la metáfora poética (entre otras cosas porque el paisaje no es un sinónimo de naturaleza, como tampoco lo es del medio físico que nos rodea o sobre el que nos situamos). Dicho de otro modo, me cautivó el hecho de que su autora -mediante el exclusivo uso de la pintura- transmitía no sólo aquello que se ve, sino también lo que se siente.

Sabedora de que el paisaje es un concepto en continua transformación (que incluso contribuye a modificar el sentido de lo artístico, estimulando el pensamiento estético con nuevos retos), de entonces acá, la auténtica meta de nuestra pintora ha radicado en la transformación del paisaje en la plasmación de una idea estética, que incite al ejercicio de una mirada contemplativa.

Su formulación paisajística es la resultante tangible de la adecuada combinación de elementos formales que tiene su basamento en la teoría del color. Ella mira el paisaje desde la pintura de tal modo que cada uno de sus paisajes supone la traslación al lienzo de un determinado concepto mental, construido por asociaciones de recuerdos (de interiorizadas percepciones, de estímulos sensitivos aprehendidos), más que por estratos geográficos descriptivos de su corteza o epidermis. Se trata, pues, de una pintura alejada por completo tanto de los procesos geológicos que configuraron tal paisaje como de los efectos atmosféricos que lo envuelven. Su mirada estética -nada referencial- es, ante todo, cultural, ya que los concluyentes procesos de construcción y aprehensión de la realidad por ella urdidos van tejiendo la especificidad de cada obra en un constante juego de sintetización de lenguajes, significaciones y representaciones.

Véase que en cada cuadro se acota una superficie de recepción, no con ánimo narrativo pero sí “espectacular”. En tales “encuadres” de los espacios discontinuos (la influencia de la fotografía es aquí –como en cualquier obra auténticamente moderna- notoria y patente), se encara visualmente un fragmento de la realidad, una porción seleccionada del amplio panorama natural, que nos llevará –inconscientemente- a su estiramiento o ensanche visual en horizontal, un desplazamiento al que prestará su preciso servicio la movilidad del ojo. Por tanto, se ha procedido a trasladarnos una referencia mental de un fragmento de paisaje, pues aquello que –como pintura- está frente a nosotros, para ser apreciado en sus propios valores plásticos (al haberlo dotado de entidad autónoma), no se corresponde con ningún trozo de naturaleza trasplantado tal cual (o como pudiera ser interpretado) ante nuestros ojos.

En estas obras el discurso pictórico, más que describir los “rasgos faciales” de los paisajes, lo que lleva a cabo es una descripción de la mirada. La pintura se sitúa más allá de lo que la naturaleza misma ya le ofrecía, puesto que se trata de una obra artificial (en definitiva toda aquella que los humanos han creado ex novo); en definitiva, una “construcción” cultural. En este sentido, el paisaje es, en realidad, una auténtica “construcción” ideológica, un “paisaje mental” elaborado a través de los ingredientes culturales introyectados.

Nótese que mediante la utilización de tintas planas se otorga un carácter de uniformidad a determinados espacios del cuadro. Pero tales tintas planas -contrapuestas, a veces, con zonas de gestualidad- no han sido aplicadas de forma estrictamente homogénea, pudiendo rastrearse la presencia de ciertas texturas, apreciables visualmente aunque no merced al sentido del tacto. Recálese, además, en las sutiles veladuras que realzan la sensación óptica de espacialidad, y en la utilización de polvo de mármol y de tramas para la consecución de sus peculiares texturas. (Quizá lo más atrayente para la mirada sensitiva sean precisamente estas originales texturas –que lo son en cuanto que simulan una estructura entretejida impecablemente adherida al soporte-, prolijamente estudiadas tanto en la pigmentación de su “cocinado” pictórico como en la meticulosidad del emplazamiento exacto de las partículas con que las teje). Con este modus faciendi se logra un idiosincrásico registro de formas a través del color (tratado éste en función de sus intrínsecas afinidades o de sus enfrentados contrastes).

El espectador apreciará que en cada uno de los cuadros que nos ofrece -cuyo conjunto conforma un amplio abanico de mixtas sobre tela, de diferentes formatos-, prima un color determinado. A la zaga de una funcional interacción cromática, Amparo Santamarina ha venido profundizado en los estudios sobre física del color, ciñéndose al cromatismo que fue aplicado en la cerámica vidriada del siglo XVIII.

Inserta en una sugerente línea de recreación (y aún de evocación) del paisaje, la pintura que aquí tratamos –siempre abierta a tentativas exploratorias, como dejan patente sus últimas obras- nos muestra que el paisaje tiene una “piel” que otros no habían visto todavía. Cuando nos situamos ante estas pinturas de paisaje absolutamente silentes, que rezuman una sensación de calma atemporal, dada su pureza esencial, es lógico que las entendamos así, tan despojadas como están de otras presencias. No apreciaremos en ellas sino la ausencia humana. Pero tales lugares donde reina la soledad, intencionadamente deshabitados, están humanizados. ¡Qué duda cabe que a partir del momento en el que el ojo se sitúa en un espacio dado, éste se convierte en “lugar”! Percibimos a la vez que nos proyectamos en lo percibido. Aunque muda, entre mirada y espacio existe la presencia de un diálogo (o una confrontación), o también de una ausencia, o de una transformación… Y será la intencionalidad estética aplicada en la contemplación la que transfigure un “lugar” en “paisaje”.


                                                    
                                                      Juan Ángel Blasco Carrascosa
                                                      Catedrático de Historia del Arte.
                                                      Universidad Politécnica de Valencia.